El
tiempo siguió marchando, después de la muerte del polluelo y de mi violenta
venganza, la paz y la calma se hicieron presentes en los días que acontecieron.
Calma y paz incómodas e incapaces de disfrutarse; a causa de la furia y la
tristeza que los sucesos pasados habían depositado en mi interior yo veía el
exterior como una llana y vaga ilusión.
Durante
esos instantes permanecí gran parte de mi tiempo sobre las colinas,
desvinculándome y alejándome cada vez más del pueblo y sus aldeanos. Tornándome
en un observador que día tras día atestiguaba las innumerables injusticias,
fechorías, banalidades e injurias causadas por esas personas. Las pesimistas
divagaciones que almacenaba sobre la civilización cobraron aun mayor influencia
y magnitud... Ahora no poseía ni un ápice de duda al respeto, estaba
absolutamente convencido de lo innecesario e inútil que resultaba comunicarme
con mis allegados y la desidia que representaba el mero hecho de intentarlo.
Renuncie complemente a mi capacidad de habla; no deseaba formar parte de una
sociedad ruin, absurda y vacua, sin causa o rendición alguna.
Dijera
lo que dijera jamás seria comprendido, aceptado, apreciado o estimado por
nadie... Era un esfuerzo en vano que tan solo traía aun más angustia,
desesperación y desolación, todo un conjunto de amargas vivencias que
conllevaban consigo esa pertinente sensación de no encajar, no tener cabida
alguna en el mundo... Conocía bien las consecuencias que podría desencadenar
mostrarme tal y como era... Como cualquier indicio de debilidad podría llevarme
directo a la perdición, al igual como sucedió con el polluelo... Deje incluso de
sonreír al percibirlo como un defecto, un error universal, nadie debía
permitirse el lujo de ser feliz en una existencia sumida por la miseria y la
desgracia.
Y fue
durante una de esas mañanas, llenas de falsa tranquilidad y apatía cuando mi
padrastro, Herman, me envió a hacer un encargo, como mensajero: con una carta
en mis manos, con la malagana aferrada a mis ánimos y dando pasos lentos por el
camino de siempre yo me dirigí a mi breve destino.
Llegué
a una casa en las cercanías del pueblo, más bien era una gran mansión con un
amplio jardín rodeado y protegido por altas rejas, en el centro de aquel lugar
se prolongaba un largo sendero delimitado por arboles que te llevaba hasta la
entrada principal del imponente edificio. Decidí entrar cautelosamente por el
portón, no esperaba que nada en especial sucediera. De pronto, me di cuenta de que
alguien me había lanzado una piedra y ya era muy tarde para evitar el disparo.
Por suerte el proyectil no contaba con la fuerza suficiente, fue descendiendo y
golpeó uno de mis zapatos.
Al
levantar mi vista pude ver a un chico frente a mí, y era evidente el desprecio
que sentía hacia mi persona. Tenía los ojos color marrón; su cabello era corto,
ondulado, un poco desordenado y de un rubio apagado; nuestras estaturas se
igualaban, mas su complexión era más atlética que la mía. A él ya lo conocía,
pues lo había visto muchas veces en las calles del pueblo: su nombre era Hans,
mayor que yo por dos años, tenía la fama de poseer una fuerza física sobresaliente
y de ser el hijo de un destacado militar.
Este
chico, al igual que muchos, ya me había hostigado con toda clase de ofensas e
insultos en el pasado. Me limité a ignorarlo y seguí caminando, lo único que me
importaba era entregar el recado para terminar de una vez por todas con la
pesada y aburrida tarea que mi padre me había impuesto. Mas Hans se interpuso
en mi camino y me preguntó con claros aires de superioridad: "¿Pero cómo
puedes ser tan idiota?”. No di respuesta a su pregunta, que era claramente
malintencionada, ni siquiera me molesté en mirarlo y tratando de actuar con calma
rodeé a su persona y encaminé mis pasos hacia la puerta de la mansión.
Él me
lanzó una piedra nuevamente... pero esta vez no erró: la roca rebotó en mi
cabeza y cayó al piso momentos después. Finalmente concretó su vil propósito e
irremediablemente consiguió hacer surgir la furia reprimida y latente de mi
interior. Observé por unos segundos el proyectil que ahora yacía inmóvil en el
césped y cerca de mis pies, sentí el agudo dolor y el ardor del impacto
naciendo e irradiándose a través de mis nervios. Después lo observé a él, me
acerqué con ímpetu hasta donde estaba y con todas mis fuerzas le solté una
patada; ahora necesitaba pocas excusas y pocas razones para pelear con
cualquiera que me provocara lo suficiente, estaba tan enojado y resentido por
todas las desgracias que caían sobre mí, y la violencia prometía ser la
catarsis que me ayudaría a sentir un poco de alivio. Pero fallé: Hans esquivó
mi ofensiva fácilmente y riéndose de mí me dio una certera y mucho más potente
patada. La situación empeoraba y la pelea era desigual: él era mucho más fuerte
y mucho más ágil que yo, además, sabía valerse de todos esos trucos sucios
propios de las riñas; repentinamente, mientras forcejeábamos, me hizo caer al
suelo con una zancadilla.
Lo
observé desde el suelo, y antes de que pudiera levantarme para seguir luchando
él tomó una robusta rama de árbol y comenzó a golpearme frenéticamente, sin
parar. El castigo venía de todas direcciones, la tortura era insoportable; mis
piernas no respondían, así que no podía ponerme de pie, y de mis ojos empezaban
a fluir lágrimas de sufrimiento y humillación. Ya no podía resistirlo más,
¿acaso deseaba matarme?
Justo
cuando empezaba a perder la consciencia a causa del suplicio que padecía mi
cuerpo una voz muy suave y fina intervino, una voz que calmó un poco la insana
crueldad de aquel chico.
Derribado
y con la visión nublada, apenas pude contemplar sus rostros, aunque pude
escuchar lo que aquella voz femenina le decía a mi agresor: ella pedía que
tanta violencia y brutalidad cesaran. Al principio Hans no la escuchó y
continuó golpeándome sin mayor reparo. Yo sabía que simples palabras no lo
harían cambiar de parecer, mas no esperaba la acción que esta chica iba a
realizar para protegerme, para salvarme: se lanzó sobre mí y me resguardó con
insistencia, sin mostrar ni un ápice de duda o temor.
Los
siguientes golpes impactaron sobre mi osada defensora, Hans comenzó a dudar, y
finalmente detuvo sus ataques segundos después. Ella se levantó sonriendo y
mostrando tranquilidad; él parecía enfadado, pues su macabra diversión había
finalizado, y antes de marcharse jalo de sus ropa a la misteriosa chica para acto
seguido empujarla y tumbarla en el piso.
No
sabía por qué esta chica había dado la cara por mí, ni qué la había motivado a
convertirse en mi escudo humano, y más confundido me encontraba ahora que me
regalaba una gran y radiante sonrisa preguntándome si me encontraba bien. La
observé detenidamente: si bien ella era un poco más alta, parecíamos ser de la
misma edad; su cabello era largo, lacio y dorado; su piel, blanca y pálida; y
sus ojos grandes de un singular color azul celeste ornamentados por unas
pestañas largas y rubias. Un vestido blanco roído y desgastado caía hasta sus
rodillas, unas medias enteras de color negro oscuro y unas botas cortas de
color marrón abrigaban su delgada y fina figura.
Yo
ignoré su pregunta y no contesté ni dije nada; ¿Estaba sintiendo aliviado, agradecido
por su interferencia? Al recuperar la movilidad de mi cuerpo trate de realizar
un esfuerzo para ponerme en pie; ella notó mis intenciones y con su apoyo logré
levantarme todavía muy adolorido y aturdido, no obstante tras volver en sí
termine liberándome de aquel atisbo de duda y rechazando al instante la mano de
mi salvadora; había cometido un severo
descuido y fallé a uno de mis principios más básicos al mostrarme ante una
completa desconocida con el rostro bañado en lagrimas, era una situación tan
sumamente patética y frustrante que una vez reincorporado aproveché su
distracción cuando la llamaron para escabullirme y limpiar mis mejillas.
Reanudé
mi camino y esta vez finalmente logré llamar a la puerta de la mansión; el
señor de la casa salió y era, al parecer, el padre del chico que me había
propinado la salvaje paliza. Le di la carta y él simplemente la leyó sin
demasiado interés, después me dio las gracias de forma automática y fría y me
entregó una pequeña bolsa de monedas para mi padrastro…
Cuando
terminé con tan soporífero encargo, fui corriendo a casa tan sólo para arrojar
la bolsa de monedas en la mesa, no tenía intenciones de quedarme ahí. Volví a
correr, esta vez más rápido, y llegué hasta las verdes praderas en donde solía
jugar y pasar el tiempo en soledad: ahí me acomodé en un rincón, junto al gran
árbol, y dejé que mi amargo llanto saliera.
No me
di cuenta de que aquella niña me había estado siguiendo; se acercó a mí
lentamente y nuevamente me preguntó si me encontraba bien. Yo seguí usando el
silencio como respuesta y desvíe mi mirada de sus ojos, no podía confiar en
ella, yo odiaba a todo el mundo y esta persona no iba a formar parte de ninguna
excepción, no le otorgaría compensación, agradecimiento alguno por sus meritos
y tampoco cedería ante un acuerdo o chantaje. Pero una vez más ella me
sorprendió con sus acciones: sin decir y sin avisar se estrechó hacia mí y me
dio otro abrazo; el primero fue para protegerme pero éste era diferente.
Me hallaba
sobrepasado y asustado, jamás en la vida había recibido un abrazo, dos de ellos
en un mismo día eran demasiado para mis emociones recién descubiertas, así que
hice lo primero que mi instinto me recomendó hacer: la empujé y me marché. Ella
simplemente se despidió amablemente de mí mientras me alejaba...
Una
nube negra de confusión desataba su tormenta sobre mi mente. Todo el mundo en
el pueblo me había mostrado su desprecio y su rencor, pero ella no ¿Por qué?
¿Por qué me había protegido? Sus abrazos me causaron demasiado miedo y
aversión; sin embargo, algo había en ellos, algo que despertó en mí interior
emociones desconocidas hasta ahora, sentimientos que ayudaron a aliviar el
dolor, tanto el físico como el etéreo.
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