Las
gotas de agua se detuvieron por un instante y en cuando alce la vista para
comprobar si el chaparon había cesado... Pude verla: ella se encontraba frente
a mí llevando entre sus manos una sombrilla que la protegía de la lluvia. Se
colocó a mi lado y me abrigó con una manta que dio calor a mi cuerpo y secó la
humedad presente en éste; finalmente, Naomí se valió del paraguas para
cubrirnos a los dos. Lo único que yo hice fue aceptar sus atenciones: estaba
sorprendido y no podía articular palabra alguna; aun con la prolongada e
insistente lluvia, ella había venido a la pradera con el único fin de
encontrarse conmigo.
Luego
de brindarme su ayuda, Naomí me pidió disculpas, ya que las tareas del hogar y
sus propios padres le habían impedido salir a la pradera el día anterior. Ambos
nos dedicamos a observar tranquilamente las incontables y ligeras gotas de
lluvia que caían desde las nubes; ella me dijo que contemplar las lloviznas le
agradaba en demasía, a mí también me gustaba apreciarlas en todo su esplendor.
Posteriormente, de forma repentina y en un gesto de confianza Naomí tomó mi
mano, me pidió que compartiéramos la manta que había traído consigo y aprovechó
el momento para estrechar su cuerpo con el mío; yo le pregunté, nervioso,
ruborizado y molesto por qué hacía esto y ella me respondió sonriendo que de
esta forma mantendríamos el calor y sería más fácil protegernos del agua. El
día llegó a su fin no obstante la lluvia continuaba, era evidente que no iba a
detenerse pero nuestra hora de regresar se hizo presente. Nos pusimos de pie,
yo pensaba que íbamos a decirnos adiós; sin embargo, Naomí me acompañó hasta la
cabaña y me otorgó la cobertura de su sombrilla para evitar que yo me mojara.
A
medida que transcurrieron los días fui experimentando una transformación y poco
a poco, sin darme cuenta mi visión de la realidad empezó a cambiar, dejo de ser
simplemente despertar y ver otro día igual para adquirir un nuevo significado,
una razón para esperar con anhelo el siguiente amanecer: Regresar a la pradera
para encontrarse nuevamente con Naomí... Y despedirnos cuando la oscuridad
comenzaba a mostrar su cuerpo inmaterial. De aquellas tardes recuerdo varias en
especial; una vez en donde Naomí pregunto sobre mis intereses y pasiones... y
yo acto seguido negué tenerlas; no poseía ningún don y rechazaba de forma
tajante todo aquello que proviniera de la civilización; a lo cual ella
respondió que no debía rehusarse, cerrarme a la experiencia, ya que según sus
palabras la raíz del arte provenía de las emociones, nuestro ser y su
naturaleza más profunda, no solo era innato en los seres humanos; las aves
también cantaban y componían sus propias melodías; el cielo era un gran lienzo donde
se formaban todo tipo de formas y uno podía contemplar una ilimitada gama de mezclas
y colores; los arboles se desprendían de sus hojas para que estas danzaron
sobre del viento otoñal. Hizo una breve pausa para sentarse conmigo y
comunicarme que yo poseía muchas virtudes que aun era incapaz de percibir,
prometiendo con su dedo meñique ofrecerme el apoyo necesario para ayudarme a
manifestar y florecer aquellos talentos más recónditos y singulares que
albergaba.
Ella
me enseño un nuevo mundo lleno de color y esperanzas, repleto de momentos agradables,
mágicos e irrepetibles…
En
otra ocasión Naomí preguntó por mi familia, por mis abuelos, mis padres y mis
hermanos... No di respuesta alguna, pues no tenía nada que decir: a mi
verdadera familia jamás la conocí, mi madrastra murió demasiado pronto como
para que pudiera evocarla, memorar su rostro o un instante junto a ella... Y mi
padrastro no era más que un extraño con el cual compartía el mismo techo.
Ella comprendió
mi prolongado silencio, se dio cuenta de que no respondería y finalmente
decidió contestar su propia pregunta: Naomí me confesó que las personas con las
que ahora vivía no formaban parte de su verdadera familia; Hans no era un
hermano, sino un hermanastro y el hombre de la mansión al que yo le había
entregado la carta no era su padre, sino su padrastro.
Esto
me desconcertó y sorprendido escuché con la mayor atención cada parte de su
insospechada revelación. Me explicó que ella nació en el lecho de una familia
de la clase media más acaudalada, vivió con sus auténticos padres los primeros
años de su infancia y los tres eran muy felices: no había problemas de ningún
tipo ni con otras personas ni con la vida misma. Pero un mal día el padre de
Naomí desapareció dejando tan sólo una ínfima parte de su vasta fortuna y
ningún indicio de su posible paradero; él abandonó a esposa e hija, una hija
que apenas contaba con cuatro años de edad. El dinero y la estabilidad
rápidamente menguaron y la pobreza, junto con todas sus carencias, se veía cada
vez más cercana y real. La madre de Naomí se vio obligada a viajar por todos
los rincones de todas partes para poder encontrar el sustento económico que en
el pasado ninguna falta hacía; sin embargo, no tuvo éxito alguno y a cualquier
lugar a donde iba únicamente hallaba puertas cerradas y respuestas negativas.
Finalmente, una de sus desesperadas travesías las trajo a ambas a este pueblo,
y para bien o para mal, la madre de Naomí tenía amistad con la gente de la gran
mansión; ahí recibieron asilo por un tiempo y cuando la mujer, caída en
desgracia, veía a su pequeña hija jugar felizmente con las dos niñas de la
familia decidió tomar una drástica y difícil medida. Tuvo que forzarse a dejar
a Naomí con esas personas; ya había perdido a su padre y ahora tendría que
despedirse de su madre, pues ese era el precio que había que pagar para
salvarla del hambre, del frío y de la decadencia con los que la pobreza castiga
a quienes caen en ella. A partir de aquel momento el niño y las dos niñas de la
mansión se convirtieron en sus hermanos, el señor y la señora que eran padres
de aquellos chicos serían los suyos también, Naomí fue adoptada. La despedida
entre la verdadera progenitora y su hija estuvo repleta de tristeza y empapada
de lágrimas: Naomí me dijo que abrazó a su mamá con todas sus fuerzas y que no
podía dejar de llorar, la mujer también la envolvió en sus brazos con la misma
intensidad prometiéndole que volvería por ella cuando contara con trabajo y
dinero para ya no sufrir de más carencias… Los años pasaron y nunca volvieron a
verse después de aquel sufrido adiós.
Ahora
lo entendía todo, finalmente pude comprender por qué sus ropas lucían tan
desgastadas y roídas cuando sus hermanos vestían tan sólo las prendas más
finas. Por fin pude entender por qué su aspecto no mostraba ninguna similitud
con el del resto de sus familiares: por sus venas no corría la misma sangre.
Quizá Naomí y yo éramos diferentes: ella siempre alegre, cálida y sociable; yo
siempre triste, frío y solitario. Sin embargo, con su confesión me di cuenta de
que algo era común entre nosotros y ese algo en cierta forma nos unía un poco
más.
Recuerdo
que Naomí me dijo que a pesar de todo todavía albergaba la esperanza de que
algún día su madre volviera por ella. Yo nunca en mi vida había albergado ni
una sola esperanza, aunque desde que la conocí a ella siempre aguardaba ansioso
por la llegada de la mañana siguiente, ya que ese era el momento en el que nos
volvíamos a ver ¿se le puede llamar a esto esperanza?
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