Por
siete días permanecí aislado en mi habitación. Sólo me limitaba a llorar, a
hundirme en el hastío y a extrañar a Naomí. No era capaz de hacer nada más que
sufrir. Recuerdo que mientras cumplía con el castigo que mi padrastro me había impuesto
comencé a torturarme con la idea de no ser digno de nada que proviniera de mi
amiga... Es por ello que retiré el brazalete de mi muñeca y lo guardé en un
cajón. De esta forma me desconecté de lo único que me unía a ella, aquello que
reducía un poco el dolor que sentía por haber sido exiliado de su compañía.
Después
de un tiempo, se me permitió abandonar los estrechos muros de mi hogar, con la
severa advertencia de no ir a la mansión del pueblo por ningún motivo. Mi padre
me había prohibido tajantemente incluso acercarme a los alrededores del hogar
de esa cruel familia, pero lo que él no sabía es que yo solía reunirme con mi
amiga en las praderas.
En mi
primer día de libertad fui hasta aquel sitio a paso apresurado albergando la
esperanza de encontrarme con Naomí. Sin embargo, no había nadie ahí y aunque
por muchas horas aguardé pensando que en cualquier momento ella aparecería,
nadie aparte de mí apareció en la llanura esa tarde. Octubre y Noviembre fueron
consumidos por el paso de los días y yo seguí frecuentando la pradera con la
amarga sensación de estar reviviendo el lejano pasado: aquella época en donde
me encontraba completamente solo y era una presa fácil del abandono. Mi
situación volvía a ser como era antes de que mi amiga entrara en mi vida y aun
en algunos momentos me daba la impresión de que ella nunca había existido, que
todo su recuerdo no era más una vaga ilusión.
Y
cuanto más pasaba el tiempo más agonizaban mis esperanzas. Empezaba a
convencerme de que Naomí ya no quería saber nada de mí, y al recordar todas las
cosas que su madrastra había dicho acerca de ella en una parte de mi mente
germinaba la idea de creer que aquellas crudas palabras, que yo consideré
mentiras, quizá guardaban algo de verdad... Al saber cómo mi amiga me había mentido
una vez y no parecía fiarse tanto de mí como yo de ella... Además, Naomí era mucho
más lista, amable y valerosa; y yo inútil a su vez de patético... ella siempre
me otorgo su apoyo y protección de forma incondicional, jamás pude compensarle
por ninguno de sus gestos y cuando la situación más lo requería no estuve a la
altura... termine metiendo la pata y creando otro desastre de mayores
proporciones.
Cuando
el helado mes de Diciembre se hizo presente yo empecé a menguar en mis
recorridos a través de la pradera, pues las temperaturas descendían con rapidez
y alcanzaban sus extremos más gélidos. El amanecer llegaba en las últimas horas
de la mañana, mientras que la noche imponía su presencia en la tarde temprana,
las primeras ventiscas soplaban y la nieve comenzaba a caer. El invierno
impregnaba el ambiente con su escarchado aliento, y así, la época más oscura
del año daba inicio con la entrada de la última estación.
Recuerdo
que en el pueblo había un gran número de personas pobres, tan pobres que no
tenían techo alguno en el cual refugiarse del frío. Si esta gente desamparada
no encontraba fuego o un hogar en donde resguardarse cuando la oscuridad
nocturna llegaba su destino era morir congelada.
Las
iglesias y todos los sitios que ofrecían abrigo para el mortal abrazo del frío
se vieron abarrotados en poco tiempo y, para empeorar la situación, a la
localidad comenzaron a llegar un gran número de personas viajeras y vagabundas
buscando trabajo o pidiendo limosna. Las primeras fechas del invierno trajeron
consigo una oleada de muerte: cuando el pálido Sol se alzaba en las alturas, se
iluminaban los cadáveres de todos los desafortunados que no habían logrado
encontrar calor alguno durante el transcurso de la noche, y aunque este
fenómeno fue bajando su frecuencia con el paso de las semanas, siempre existía
el temor de que el próximo amanecer trajera consigo la horrible visión de los
cuerpos congelados y sin vida de niños, mujeres, ancianos y hombres por igual.
Todos
aquellos que contaban con el cobijo de un hogar ignoraban las suplicas de los
pobres, los vagabundos y los limosneros, incluso cuando familias enteras se
acercaban a pedir refugio, las puertas nunca se abrían. Mi padrastro era
también muy cruel. Recuerdo que por las noches, a veces alguien llamaba desde
el exterior de la cabaña implorando por un techo en el cual dormir, pero él no
prestaba atención a las desesperadas voces y yo nada podía hacer.
El
escenario alcanzaba su punto más grotesco e infame cuando se comenzaban a
recolectar a los muertos esparcidos por todas las calles de la región. Después
se cavaba un profundo hoyo en la tierra y ahí se lanzaban y apilaban los
cadáveres congelados. Más que una fosa común, era como una especie de retorcido
vertedero de restos humanos en donde se desechaban y acumulaban, como prendas
viejas, los cuerpos de todas esas personas sin nombre y sin posesión alguna que
jamás despertaron la lástima y la piedad de nadie. Viendo cómo muchos morían a
mi alrededor, empezaba a angustiarme por Naomí: ella dormía en el establo de la
mansión y me preocupaba el frío que pudiera sentirse en ese lugar. Al mismo
tiempo, me aliviaba de una forma u otra saber que el castigo que le había
impuesto su madrastra le impedía salir y contemplar los horrores del invierno:
mi amiga era una persona demasiado sensible y compasiva, sin duda no hubiera
podido soportar toda esta horrible y macabra experiencia.
Sin
embargo, y a pesar incluso del panorama tan aplastante y oscuro, yo aún
albergaba esperanzas en mi errático espíritu: esperanzas de volver a encontrarme
con ella. Recuerdo que, durante toda esta temporada, el brazalete que mi amiga
me regaló aquel día volvió a mi muñeca. Era lo único que me impulsaba a seguir
adelante. Era lo que me daba fuerzas, y representaba esa conexión que me
llevaba de regreso a aquellos momentos en donde Naomí y yo jugábamos en la
pradera y nada más en el mundo importaba. Eran momentos que ahora añoraba. Pero
la razón más importante por la cual volví a portar este amuleto fue porque yo
estaba convencido de que tarde o temprano volveríamos a vernos y en ese mágico
instante yo podría devolverle su obsequio, el cual jamás merecí…
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