jueves, 7 de marzo de 2019

Capítulo 8


Por siete días permanecí aislado en mi habitación. Sólo me limitaba a llorar, a hundirme en el hastío y a extrañar a Naomí. No era capaz de hacer nada más que sufrir. Recuerdo que mientras cumplía con el castigo que mi padrastro me había impuesto comencé a torturarme con la idea de no ser digno de nada que proviniera de mi amiga... Es por ello que retiré el brazalete de mi muñeca y lo guardé en un cajón. De esta forma me desconecté de lo único que me unía a ella, aquello que reducía un poco el dolor que sentía por haber sido exiliado de su compañía.

Después de un tiempo, se me permitió abandonar los estrechos muros de mi hogar, con la severa advertencia de no ir a la mansión del pueblo por ningún motivo. Mi padre me había prohibido tajantemente incluso acercarme a los alrededores del hogar de esa cruel familia, pero lo que él no sabía es que yo solía reunirme con mi amiga en las praderas.

En mi primer día de libertad fui hasta aquel sitio a paso apresurado albergando la esperanza de encontrarme con Naomí. Sin embargo, no había nadie ahí y aunque por muchas horas aguardé pensando que en cualquier momento ella aparecería, nadie aparte de mí apareció en la llanura esa tarde. Octubre y Noviembre fueron consumidos por el paso de los días y yo seguí frecuentando la pradera con la amarga sensación de estar reviviendo el lejano pasado: aquella época en donde me encontraba completamente solo y era una presa fácil del abandono. Mi situación volvía a ser como era antes de que mi amiga entrara en mi vida y aun en algunos momentos me daba la impresión de que ella nunca había existido, que todo su recuerdo no era más una vaga ilusión.

Y cuanto más pasaba el tiempo más agonizaban mis esperanzas. Empezaba a convencerme de que Naomí ya no quería saber nada de mí, y al recordar todas las cosas que su madrastra había dicho acerca de ella en una parte de mi mente germinaba la idea de creer que aquellas crudas palabras, que yo consideré mentiras, quizá guardaban algo de verdad... Al saber cómo mi amiga me había mentido una vez y no parecía fiarse tanto de mí como yo de ella... Además, Naomí era mucho más lista, amable y valerosa; y yo inútil a su vez de patético... ella siempre me otorgo su apoyo y protección de forma incondicional, jamás pude compensarle por ninguno de sus gestos y cuando la situación más lo requería no estuve a la altura... termine metiendo la pata y creando otro desastre de mayores proporciones.

Cuando el helado mes de Diciembre se hizo presente yo empecé a menguar en mis recorridos a través de la pradera, pues las temperaturas descendían con rapidez y alcanzaban sus extremos más gélidos. El amanecer llegaba en las últimas horas de la mañana, mientras que la noche imponía su presencia en la tarde temprana, las primeras ventiscas soplaban y la nieve comenzaba a caer. El invierno impregnaba el ambiente con su escarchado aliento, y así, la época más oscura del año daba inicio con la entrada de la última estación.

Recuerdo que en el pueblo había un gran número de personas pobres, tan pobres que no tenían techo alguno en el cual refugiarse del frío. Si esta gente desamparada no encontraba fuego o un hogar en donde resguardarse cuando la oscuridad nocturna llegaba su destino era morir congelada.

Las iglesias y todos los sitios que ofrecían abrigo para el mortal abrazo del frío se vieron abarrotados en poco tiempo y, para empeorar la situación, a la localidad comenzaron a llegar un gran número de personas viajeras y vagabundas buscando trabajo o pidiendo limosna. Las primeras fechas del invierno trajeron consigo una oleada de muerte: cuando el pálido Sol se alzaba en las alturas, se iluminaban los cadáveres de todos los desafortunados que no habían logrado encontrar calor alguno durante el transcurso de la noche, y aunque este fenómeno fue bajando su frecuencia con el paso de las semanas, siempre existía el temor de que el próximo amanecer trajera consigo la horrible visión de los cuerpos congelados y sin vida de niños, mujeres, ancianos y hombres por igual.

Todos aquellos que contaban con el cobijo de un hogar ignoraban las suplicas de los pobres, los vagabundos y los limosneros, incluso cuando familias enteras se acercaban a pedir refugio, las puertas nunca se abrían. Mi padrastro era también muy cruel. Recuerdo que por las noches, a veces alguien llamaba desde el exterior de la cabaña implorando por un techo en el cual dormir, pero él no prestaba atención a las desesperadas voces y yo nada podía hacer.

El escenario alcanzaba su punto más grotesco e infame cuando se comenzaban a recolectar a los muertos esparcidos por todas las calles de la región. Después se cavaba un profundo hoyo en la tierra y ahí se lanzaban y apilaban los cadáveres congelados. Más que una fosa común, era como una especie de retorcido vertedero de restos humanos en donde se desechaban y acumulaban, como prendas viejas, los cuerpos de todas esas personas sin nombre y sin posesión alguna que jamás despertaron la lástima y la piedad de nadie. Viendo cómo muchos morían a mi alrededor, empezaba a angustiarme por Naomí: ella dormía en el establo de la mansión y me preocupaba el frío que pudiera sentirse en ese lugar. Al mismo tiempo, me aliviaba de una forma u otra saber que el castigo que le había impuesto su madrastra le impedía salir y contemplar los horrores del invierno: mi amiga era una persona demasiado sensible y compasiva, sin duda no hubiera podido soportar toda esta horrible y macabra experiencia.

Sin embargo, y a pesar incluso del panorama tan aplastante y oscuro, yo aún albergaba esperanzas en mi errático espíritu: esperanzas de volver a encontrarme con ella. Recuerdo que, durante toda esta temporada, el brazalete que mi amiga me regaló aquel día volvió a mi muñeca. Era lo único que me impulsaba a seguir adelante. Era lo que me daba fuerzas, y representaba esa conexión que me llevaba de regreso a aquellos momentos en donde Naomí y yo jugábamos en la pradera y nada más en el mundo importaba. Eran momentos que ahora añoraba. Pero la razón más importante por la cual volví a portar este amuleto fue porque yo estaba convencido de que tarde o temprano volveríamos a vernos y en ese mágico instante yo podría devolverle su obsequio, el cual jamás merecí…

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