Era
tan doloroso: cada golpe, cada herida y cada lesión que observaba, todas las
marcas que el castigo había dejado en el cuerpo y rostro de Naomí. Fue difícil
de asimilar el contemplar a mi amiga tan lastimada, tan dañada; no podía creer
que una persona tan pura y noble como ella despertara arranques de ira y
violencia en otros. Sin embargo, esta era la verdad: aquella mujer, su propia
madrastra, era lo suficientemente desalmada como para ser capaz de agredir a
Naomí, de las formas más brutales y salvajes.
Al día
siguiente, mi amiga y yo volvimos a encontrarnos y me fue imposible no prestar
atención a todos los arañazos que el cruel castigo había dejado en su piel.
Traté de ignorar todo lo sucedido en el día anterior para así poder disfrutar
del tiempo a su lado, tal y como siempre lo habíamos hecho hasta ahora, pero
fui incapaz: la angustia, las dudas y la preocupación ya habían echado raíces
en el suelo de mi mente y no me dejarían en paz. Al final, sólo pude mitigar
estas emociones cuando me atreví a preguntarle a Naomí sobre las causas de
todos sus golpes. Deseaba tanto que me confesara la verdad...
Sin
embargo, no lo hizo. Me dijo que no debía prestar atención a sus hematomas y a
sus heridas, ya que no eran más que una molesta consecuencia de su trabajo, de
su torpeza... al conocer bien la verdad no pude evitar experimentar cierta
inquietud, yo sabía que no estaba siendo sincera conmigo y por un instante temí
al imaginar que ella no confiara plenamente en mí como yo lo hacía; no obstante
trate de ignorar esta corazonada y pensar que no deseaba hacerme sentir mal
confesándome sus problemas.
Al
llegar la noche nos separamos: yo me despedí de mi amiga con un largo abrazo y
un beso en la mejilla.
Caminando
a casa recordaba aquellas cosas que Naomí sí me había confesado sobre la gente
de la mansión: sus hermanastras se burlaban constantemente de ella y Hans
frecuentemente buscaba maneras para molestarla, formas de hacer su vida aún más
difícil; sus padrastros la obligaban a vestir siempre la misma ropa desgastada
y sólo le permitían dormir en los establos de la mansión. Ella descansaba sobre
el suelo y la paja, nunca en la comodidad de una cama. Pero a pesar de todos
estos maltratos, aun con estas claras muestras de desprecio, mi amiga me dijo
que apreciaba a las personas con las que convivía cada día, sentía estima y
cariño hacia su falsa familia. Para mí, ese afecto era simplemente
incomprensible, ¿cómo puedes tolerar a aquéllos que son crueles y viles
contigo? Sin duda, al igual que muchos, yo les hubiera pagado con odio todas y
cada una de sus ofensas. Una vez más Naomí me mostraba sentimientos más
elevados, desinteresados y afables que los del resto del mundo.
Al
llegar a la cabaña me encontré con mi padrastro, que recién regresaba de su
trabajo en el campo y que, fiel siempre a su rutina, comenzaba a preparar la
cena. Normalmente entre nosotros no existía ningún tipo de interacción, mas esa
noche me atreví a preguntarle acerca del hombre de la mansión al que yo había
entregado una carta tiempo atrás. De inmediato un mal semblante se dibujo en su
rostro y con un tono autoritario me comunicó, casi en forma de advertencia, que
aquella persona no debía de despertar ningún interés en mí; sin embargo,
segundos después, como olvidando lo que me había dicho, cambió de parecer y me
explicó las cosas: ellos se conocieron cuando eran jóvenes, ambos habían
participado en una guerra que se dio antes de que yo naciera; lleno de un
amargo rencor, mi padre me hizo saber que ese hombre no fue un gran soldado
como muchos aseguraban sino que sólo fue un gran cobarde que de una forma u
otra, principalmente por medios deshonestos, logró ascender numerosos rangos
militares durante el desarrollo del conflicto y cuando éste terminó obtuvo
mucha fama y fortuna como recompensa por su supuesta heroica labor. Finalmente,
me contó que años más tarde se casó con su actual mujer y del matrimonio
surgieron tres hijos: Hans y las dos niñas, y que con todos ellos también vivía
otra chica quien les servía de criada, claramente se estaba refiriendo a Naomí.
En ese
momento interrumpí sus palabras y le hice una nueva pregunta: quería saber por
cuánto tiempo había vivido esa niña junto a la familia de la mansión. A mi
padrastro no parecieron importarle demasiado los motivos ni la naturaleza de mi
cuestionamiento y sin mayor reparo se limitó a darme una respuesta rápida: me
dijo que, desde su punto de vista, esa chica tenía alrededor de seis u ocho
años viviendo y sirviendo en aquel
lugar. La respuesta me sorprendió, pues por todo un lustro Naomí había
aguardado, llena de esperanza, por el retorno de su madre mientras sufría los
maltratos de aquellas personas.
Me
costó cierto trabajo conciliar el sueño esa noche y recostado en mi cama
asimilaba toda la información que había obtenido. Cuando mi amiga tenía tan
sólo cinco años de edad se separó de su progenitora, ahora tenía doce; siete años
eran suficientes para obtener trabajo y cierta estabilidad… Aunque no deseaba
escucharlos mis pensamientos me decían que posiblemente la auténtica madre
había decidido abandonar a su hija, y la promesa de volver a por ella en el
futuro quizás no fue más que una mentira. Naomí creía con todo su corazón que
algún día volvería a ver a la mujer que le había dado la vida.
Me
sentía inútil, ya que ella hacía tantas cosas por mí y yo no podía hacer nada
por ella. No era capaz de mostrarle lo que seguramente era la triste realidad:
no quería lastimarla, sin embargo, ¿era correcto dejar que viviera engañada?
No hay comentarios:
Publicar un comentario