jueves, 7 de marzo de 2019

Capítulo 6


Era tan doloroso: cada golpe, cada herida y cada lesión que observaba, todas las marcas que el castigo había dejado en el cuerpo y rostro de Naomí. Fue difícil de asimilar el contemplar a mi amiga tan lastimada, tan dañada; no podía creer que una persona tan pura y noble como ella despertara arranques de ira y violencia en otros. Sin embargo, esta era la verdad: aquella mujer, su propia madrastra, era lo suficientemente desalmada como para ser capaz de agredir a Naomí, de las formas más brutales y salvajes.

Al día siguiente, mi amiga y yo volvimos a encontrarnos y me fue imposible no prestar atención a todos los arañazos que el cruel castigo había dejado en su piel. Traté de ignorar todo lo sucedido en el día anterior para así poder disfrutar del tiempo a su lado, tal y como siempre lo habíamos hecho hasta ahora, pero fui incapaz: la angustia, las dudas y la preocupación ya habían echado raíces en el suelo de mi mente y no me dejarían en paz. Al final, sólo pude mitigar estas emociones cuando me atreví a preguntarle a Naomí sobre las causas de todos sus golpes. Deseaba tanto que me confesara la verdad...

Sin embargo, no lo hizo. Me dijo que no debía prestar atención a sus hematomas y a sus heridas, ya que no eran más que una molesta consecuencia de su trabajo, de su torpeza... al conocer bien la verdad no pude evitar experimentar cierta inquietud, yo sabía que no estaba siendo sincera conmigo y por un instante temí al imaginar que ella no confiara plenamente en mí como yo lo hacía; no obstante trate de ignorar esta corazonada y pensar que no deseaba hacerme sentir mal confesándome sus problemas.

Al llegar la noche nos separamos: yo me despedí de mi amiga con un largo abrazo y un beso en la mejilla. 
Caminando a casa recordaba aquellas cosas que Naomí sí me había confesado sobre la gente de la mansión: sus hermanastras se burlaban constantemente de ella y Hans frecuentemente buscaba maneras para molestarla, formas de hacer su vida aún más difícil; sus padrastros la obligaban a vestir siempre la misma ropa desgastada y sólo le permitían dormir en los establos de la mansión. Ella descansaba sobre el suelo y la paja, nunca en la comodidad de una cama. Pero a pesar de todos estos maltratos, aun con estas claras muestras de desprecio, mi amiga me dijo que apreciaba a las personas con las que convivía cada día, sentía estima y cariño hacia su falsa familia. Para mí, ese afecto era simplemente incomprensible, ¿cómo puedes tolerar a aquéllos que son crueles y viles contigo? Sin duda, al igual que muchos, yo les hubiera pagado con odio todas y cada una de sus ofensas. Una vez más Naomí me mostraba sentimientos más elevados, desinteresados y afables que los del resto del mundo.

Al llegar a la cabaña me encontré con mi padrastro, que recién regresaba de su trabajo en el campo y que, fiel siempre a su rutina, comenzaba a preparar la cena. Normalmente entre nosotros no existía ningún tipo de interacción, mas esa noche me atreví a preguntarle acerca del hombre de la mansión al que yo había entregado una carta tiempo atrás. De inmediato un mal semblante se dibujo en su rostro y con un tono autoritario me comunicó, casi en forma de advertencia, que aquella persona no debía de despertar ningún interés en mí; sin embargo, segundos después, como olvidando lo que me había dicho, cambió de parecer y me explicó las cosas: ellos se conocieron cuando eran jóvenes, ambos habían participado en una guerra que se dio antes de que yo naciera; lleno de un amargo rencor, mi padre me hizo saber que ese hombre no fue un gran soldado como muchos aseguraban sino que sólo fue un gran cobarde que de una forma u otra, principalmente por medios deshonestos, logró ascender numerosos rangos militares durante el desarrollo del conflicto y cuando éste terminó obtuvo mucha fama y fortuna como recompensa por su supuesta heroica labor. Finalmente, me contó que años más tarde se casó con su actual mujer y del matrimonio surgieron tres hijos: Hans y las dos niñas, y que con todos ellos también vivía otra chica quien les servía de criada, claramente se estaba refiriendo a Naomí.

En ese momento interrumpí sus palabras y le hice una nueva pregunta: quería saber por cuánto tiempo había vivido esa niña junto a la familia de la mansión. A mi padrastro no parecieron importarle demasiado los motivos ni la naturaleza de mi cuestionamiento y sin mayor reparo se limitó a darme una respuesta rápida: me dijo que, desde su punto de vista, esa chica tenía alrededor de seis u ocho años viviendo y sirviendo en aquel lugar. La respuesta me sorprendió, pues por todo un lustro Naomí había aguardado, llena de esperanza, por el retorno de su madre mientras sufría los maltratos de aquellas personas.

Me costó cierto trabajo conciliar el sueño esa noche y recostado en mi cama asimilaba toda la información que había obtenido. Cuando mi amiga tenía tan sólo cinco años de edad se separó de su progenitora, ahora tenía doce; siete años eran suficientes para obtener trabajo y cierta estabilidad… Aunque no deseaba escucharlos mis pensamientos me decían que posiblemente la auténtica madre había decidido abandonar a su hija, y la promesa de volver a por ella en el futuro quizás no fue más que una mentira. Naomí creía con todo su corazón que algún día volvería a ver a la mujer que le había dado la vida.

Me sentía inútil, ya que ella hacía tantas cosas por mí y yo no podía hacer nada por ella. No era capaz de mostrarle lo que seguramente era la triste realidad: no quería lastimarla, sin embargo, ¿era correcto dejar que viviera engañada?

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