El
cielo estaba nublado esa tarde mas no caía gota de agua alguna, yo en cambio no
podía dejar de derramar lágrimas, no podía dejar de llorar.
Naomí
poseía la capacidad de leer mi interior con certeza, sólo necesitaba mirarme a
los ojos por un ínfimo instante y de inmediato sabía si me encontraba bien o
mal. Ese día me sentía lleno de tristeza y cansancio por mis constantes
pesadillas, por mis desgracias pasadas y por la muerte del polluelo al que
todavía extrañaba. Ella intuía que algo ocurría conmigo, que algo me estaba
haciendo sufrir, y también me conocía lo suficiente como para saber que yo no
iba a confiarle mis pesares por iniciativa propia; así que poco después de
reunirnos en la pradera y de cubrirnos bajo la sombra del gran árbol Naomí
utilizó su dulce voz y su atrapante mirada para preguntarme acerca de aquellas
cosas que me deprimían. Yo no pude soportar los deseos de contárselo todo tan pronto
su vista se fijó en la mía, sin embargo, al intentar hablar una enorme presión
en mi espíritu y un nudo en la garganta me lo impedían, mis palabras se
quebraban, mi rostro adoptaba una expresión de desdicha y en mi interior
percibía un vacío extraño que iba acompañado de un envolvente calor.
Sentados
los dos, mi amiga me abrazó suavemente y con mi cabeza apoyada sobre su pecho;
me hizo saber que si necesitaba llorar podía hacerlo con total libertad, ella
estaría ahí para consolarme y para ayudarme a desahogar todo el dolor. Yo cedí
y lloré de forma descontrolada. Su armónica respiración y los latidos de su
corazón poco a poco me llenaron de calma y sosiego. Mi tristeza desaparecía con
rapidez si Naomí estaba a mi lado.
Con el
paso del tiempo, lentamente y sin poder percibirlo, comencé a obsesionarme con
Naomí: siempre que oscurecía y debíamos despedirnos el desánimo se apoderaba de
mí y las ansias me consumían, no podía esperar para encontrarnos de nuevo, y
cuando esto finalmente ocurría, mi alegría se renovaba. Sus besos, sus abrazos
y todos sus cariños producían un constante cosquilleo en lo más profundo de mi
vientre, y esta sensación, casi adictiva, me llenaba de bienestar. Ella era
hermosa, no sólo en sentimientos y personalidad, sino también en su exterior:
su aspecto físico era una perfecta proyección de su sublime interior; mis
deseos de tocar su sedoso cabello dorado y su suave y blanca piel se hacían
cada vez más grandes; me fascinaba contemplar, por largos minutos, su rostro de
rasgos angelicales, y envolver su delicado y cálido cuerpo con mis brazos era
la mayor cumbre de emociones que nunca antes había experimentado.
Mi
desconocimiento casi absoluto de las relaciones humanas me hizo pensar que
todos los sentimientos que albergaba por Naomí eran cosa común, sentimientos
que todas las personas experimentaban cuando convivían con sus amistades;
tiempo después me daría cuenta de que mi sentir hacia ella no entraba
perfectamente bien en el concepto de la amistad... Se trataba de algo más.
Pero
todo era sumamente idílico como para durar demasiado. Pronto la oscuridad de
quienes nos rodeaban volvió a hacerse presente, mostrando sus corruptas facetas
y empañándolo todo de crueldad y maldad.
Era una tarde como las demás, pasaba el tiempo con
Naomí en la pradera y todo marchaba bien. Ella me dijo que tenía que ir al
pozo a recoger agua y me pidió que la acompañara, yo acepté sin pensarlo: Naomí solía rechazar mi ayuda en sus deberes a pesar de
que siempre me mostraba dispuesto a asistirla. Caminamos tranquilamente hasta
la entrada de la mansión, que era el hogar de mi amiga, ella me dijo que
esperara afuera y que me ocultara, pues podría haber problemas si sus
hermanastros nos veían juntos. Recuerdo que no tardo mucho tiempo en ir y menos
en regresar, pero esta vez con un cubo de madera grande el cual nos serviría
para llevar a cabo nuestra tarea.
Al
llegar al pozo me di cuenta de que en el interior del gran balde que mi amiga
llevaba, se hallaba uno de menor tamaño. Ella llenó ambos recipientes con agua
y después se dispuso a cargarlos, sin embargo, sus brazos, delgados y débiles,
no podían levantar tanto peso sin antes realizar un gran y sufrido esfuerzo.
Rápidamente noté todo el trabajo que a Naomí le costaba y también me percaté de
que una de sus muñecas se encontraba un tanto lastimada. Me acerque y tomé el
cubo de mayor volumen haciéndole saber a mi amiga que le ayudaría, pues de esta
forma terminaríamos más rápido con este encargo y ella ya no tendría que forzar
su lesión. Naomí agradeció mi acción, más me hizo saber que no era necesaria:
simplemente no deseaba causarme molestias; yo le expliqué que brindarle mi
apoyo no me provocaba ningún tipo de molestia. Finalmente, ella aceptó y tomó
mi mano a lo largo del camino, lo cual me llenó tanto de alegría como de
inquietud. Minutos después llegamos a la mansión.
Cuando
mi amiga entró a su hogar, una vez más me escondí y esperé por su retorno;
probablemente regresaríamos a la pradera y podríamos olvidarnos de esta
aburrida tarea, aunque estando a su lado hasta las cosas más cansadas y
monótonas dejaban de serlo, Naomí siempre estaba hablando y a mí me gustaba
escuchar su voz, bella y melódica; constantemente solía explicarme sobre toda
clase de anécdotas vinculadas con su madre, sobre lugares remotos en los cuales
viajo mucho antes de residir en este pueblo; y yo careciendo de oportunidades
de viajar mucho más allá de las montañas sentía gran interés por cada una de
sus palabras. Ella también sabía escuchar, así que poco a poco le revelé más
detalles de mi persona: mis preocupaciones, mis rencores, mis sinsabores con la
gente del pueblo y mi situación familiar de abandono y posterior adopción. Mi
confianza hacia su persona se tornó tan sólida que incluso llegué a contarle
sobre el polluelo, quien fue mi primer amigo y que poco tiempo después fue
asesinado por aquellos chicos; recuerdo que un día, incluso le mostré el lugar
donde descansaba eternamente mi mascota. Con ella sentía que podía ser yo mismo,
dar rienda suelta a mis emociones e ideas más reprimidas y ser correspondido.
Me
encontraba distraído, pensando en las cosas que haríamos al regresar a la
llanura, cuando un sonido estridente y súbito me trajo de vuelta a la realidad;
aquel extraño ruido, que desentonaba con el sereno ambiente, se repetía una y
otra vez y provenía del interior de la mansión. Con sumo cuidado, me escabullí
para lanzar un vistazo rápido, mi curiosidad había despertado y me exigía saber
qué era lo que sucedía. Y lo que descubrí me heló la sangre: una mujer golpeaba
violentamente a Naomí valiéndose de una escoba, una y otra vez el objeto de
castigo subía hasta lo más alto y luego descendía con velocidad furiosa para
impactarse, estremeciendo el frágil y débil cuerpo de la única persona que yo
apreciaba. La paliza continuaba y parecía eterna, mi amiga utilizaba sus
pequeñas manos para cubrirse del daño, lloraba y suplicaba perdón a su cruel
agresora..., a su madre adoptiva. Sus dos hermanas y su hermano, Hans, estaban
presentes en la escena y miraban a Naomí como si no fuera nada: al igual que un
instrumento inservible y desechable.
Mis
piernas temblaban, mi mirada se enfocaba en la nada y mi alma petrificada sólo
podía sentir el miedo, pues me angustiaba que la tortura que Naomí soportaba se
prolongara demasiado y provocara daños irreversibles en su cuerpo... o algo
todavía peor; la furia, ya que no comprendía la extraña manera en la que
funcionaba este maldita y podrida realidad, en donde una persona tan buena y
pura como Naomí era maltratada y humillada de una forma tan ruin; la
impotencia, pues aunque la parte más instintiva y salvaje de mi ser me decía
que tenía que actuar, yo bien sabía que nada podía hacer, me sentía incapaz de
protegerla como ella me había protegido a mí y por último, la tristeza: ver a
mi amiga derramando lágrimas, rogando para que los intolerables golpes cesaran
y adoptando en su semblante una expresión de intenso dolor y profundo
desamparo, quebraron por completo mi voluntad.
La
golpiza, junto con toda su agonía, terminó. Yo seguía temblando cuando todo
finalizó, ya que casi puedo jurar que cada impacto que Naomí recibía yo también
lo sentía. Mi amiga salió de aquella horrible mansión, a la que no se le podía
llamar hogar, me regaló una sonrisa que quizá se trataba de un gesto sincero,
sin embargo, detrás de éste se ocultaban el llanto y el sufrimiento. Me dijo
que tenía que despedirse porque había surgido más trabajo, me abrazó y me dio
un beso para decirme adiós. Yo traté de hacerle creer, sin constancia de
lograrlo, que no había visto nada y acepté sus palabras con una falsa y forzada
calma: me preocupaba dejarla en manos de aquellas personas, pero también me
asustaba que si llegaban a verla cerca de mí podrían volver a lastimarla. Lo
único que podía hacer para protegerla era alejarme de ella.
Volví
a casa más temprano de lo habitual sin poder retirar de mis pensamientos
aquella escena que se había incrustado en lo más profundo de mi mente ¿Por qué
maltrataban así a Naomí si su verdadera madre había confiado en ellos y además
les había pagado una fuerte suma de dinero? ¿Cuánto tiempo llevaba ella sin
aparecer en la vida de mi amiga? ¿Por qué razón no tuve el valor suficiente
para protegerla cuando en el pasado ella si me protegió a mí?, ¿y cómo pudo sonreírme
con sinceridad después de haber recibido semejante paliza?
No
pude responder a ninguna de estas preguntas, las cuales me persiguieron por
largas horas. Al final del día, sólo fui capaz de obtener estas certezas: si
hubiera tenido el suficiente poder y la fuerza necesaria para defenderla sin
duda lo habría hecho, e incluso hubiera sido capaz de llegar hasta las últimas
consecuencias. Lo único que contemplaba con atención en aquellos oscuros
instantes era el rostro de Naomí bañado en lágrimas... revivir una atmosfera
espeluznante de tonos lúgubres y pesados; que devoraba vorazmente mi frágil integridad.
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