La
vida siempre guarda experiencias cúspides y trascendentes para todos. Esos
instantes efímeros e irrepetibles en donde el tiempo parece ir más lento hasta
casi detenerse. La realidad se vuelve mucho más sólida, el mundo, más palpable,
y por un momento todo el pasado, junto con su oscura monotonía, se torna
diminuto hasta desvanecerse.
El
débil sol se alzó en las alturas. Era un día más del helado diciembre. Aquella
mañana, el abrazo del frío no parecía ser tan gélido ni mortal como anteriormente
lo había sido, así que abandoné el calor de la cabaña y me dirigí a la pradera.
Tal
vez pueda creerse que los motivos por los que elegí aquel destino recaían en
mis esperanzas de encontrarme con ella, con Naomí, pero en realidad no fue eso
lo que me impulsó: la llanura se adornaba del verde césped la mayor parte del
año. Cuando el otoño llegaba, en octubre y noviembre, se podía apreciar el
multicolor de las hojas que caían de los árboles, y en el invierno mi patio de
juegos se tapizaba por un gran manto blanco de nieve. Después de un tiempo,
regresaba a la pradera para contemplar aquel paisaje congelado y letárgico. Era
la única razón por la cual volvía a ese lugar.
Finalmente
cuando llegué, observé de pie todo mi entorno y era justo como lo imaginaba:
blancura y desolación en todos los rincones. Me senté con calma en la nieve,
que era suave incluso acogedora. No recuerdo qué pasaba por mi mente, tampoco
puedo describir con precisión mi estado de ánimo, sólo puedo evocar el momento
en el que, a punto de dejar fluir mis pensamientos, un par de manos cubrieron
por completo mis ojos y la sensación provocada me trajo de vuelta al aquí y al
ahora. Totalmente confundido me preparaba para dar respuesta y justo en ese
instante una voz que había escuchado miles de veces, y que estaba presente
hasta en los confines más recónditos de mis memorias, llegó a mis oídos y me
hizo sentir un escalofrío en el espíritu.
Mi
amiga me preguntó: ¨ ¿Quién soy?¨ Desesperado descubrí mis ojos de sus manos y
me gire, volteé para observarla, comprobar de una vez por todas si en realidad
se trataba de ella o si no era más que un cruel delirio surgido de mis anhelos.
Las
lágrimas resbalaron por mis mejillas, cayeron en la nieve y se fusionaron con
ésta. De la misma manera, mi pulsante felicidad y mi amarga tristeza se habían
unido en una sola emoción, una nostalgia sin precedentes: mi corazón palpitaba
eufórico, ya que una vez más Naomí se encontraba a mi lado. Sin embargo, en mi
pecho también sentí un vacío enorme, pues por todo el cuerpo de mi amiga se
extendían las marcas y los estragos del castigo físico que sufrió y que soportó
durante nuestra separación. Sobre su rostro y sobre su piel se extendían
incontables arañazos, heridas y hematomas. Por último, una de sus muñecas se
veía torcida, hinchada, casi desecha.
Verla
así de dañada al menos por un segundo era difícil, verla era ver las
consecuencias de mis imprudentes actos. El castigo de Naomí había alcanzado
casi la definición de la tortura, y todo por mi causa. Mi amiga se percató del
sufrimiento que mis errores me estaban causando, así que me abrazó, regalándome
el calor de su cuerpo, y yo continué con mi llanto apoyándome en ella.
En ese
momento recordé la promesa que me había hecho a mí mismo en mis días de
aislamiento: tomé el regalo que Naomí me había dado, ése que nunca merecí, y
alcé mi mano para devolvérselo. Ella me miró y me dijo que el brazalete me
pertenecía a mí; no lo aceptó pero agradeció mi gesto, y usando su voz más
dulce me hizo saber que yo no tenía la culpa de nada, de nada en absoluto.
Finalmente,
me informó que toda su familia adoptiva había partido temporalmente a una
región del sur en donde contaban con otro hogar y en donde el invierno no era
tan cruel. Su noticia me alegró enormemente, incluso dejé de llorar: con la
ausencia de esas personas nosotros podíamos volver a vernos todos los días con
total libertad y sin miedos. Ellos no volverían hasta marzo, junto con la
llegada de la primavera.
Usando
un pañuelo, Naomí retiró las lágrimas que habían quedado dispersas en mi rostro
y después acarició suavemente una de mis mejillas. Yo traté de ignorar los
sentimientos negativos que aún recaían sobre mi conciencia; deseaba enfocarme
sólo en la compañía de Naomí, en ella que había vuelto en uno de los momentos más
fríos y oscuros de mi existencia. Mas no pude lograrlo por completo, seguía
preocupado, asustado, y la angustia no dejaba de acecharme una vez nos despedíamos…
A
partir de aquel reencuentro nos reunimos en la pradera hasta la llegada de la
siguiente estación. La nieve pasó a ser el objeto sobre el que orbitaban todos
nuestros juegos y el trineo, que nunca había compartido con nadie, finalmente
pude compartirlo con Naomí. Recuerdo que ella era muy sensible al frío, así que
durante esa temporada se hizo habitual verla cubierta de abrigos viejos y
desgastados y usando un gorro y unos guantes sin dedos, que eran prendas muy
usuales entre la gente pobre y desamparada de aquellos tiempos.
Un
día, mi amiga me propuso una idea que me hizo titubear: ella deseaba mostrarme
el interior de la mansión, ese lugar en donde servía a su cruel familia
adoptiva. Imaginar lo que sucedería si nos descubrían me hacía incluso temblar,
pues yo creía que aquellas personas podían regresar en cualquier momento y que
escabullirnos en su hogar sería una acción demasiado
arriesgada. Pero Naomí terminó por convencerme, recordándome que ellos no
volverían hasta el mes de marzo y que esto era una certeza absoluta.
Nos
aventuramos a entrar en el gran edificio, el cual se encontraba estático y
vacío. Al principio pensé que por tratarse de una mansión recorreríamos decenas
y decenas de habitaciones, pero más bien eran pocas. La luz que entraba por las
ventanas era escasa así que todo estaba envuelto en un aura oscura y de
penumbra, por último, todo rincón que observé tenía un aire de calma y
normalidad. Era difícil creer que en este sitio viviera gente tan mezquina y
vil. Cuando nuestra pequeña aventura terminó respiré aliviado: nadie nos
descubrió y nunca nadie se enteró de esto.
A la
mañana siguiente tuve la idea de mostrarle la cabaña a mi amiga. Yo dudé cuando
Naomí me quiso llevar a su hogar, ella en cambio aceptó de inmediato mi
propuesta y en ese momento me volví a dar cuenta de lo directa y segura que
era, ya que ni siquiera mostró preocupación por la posible presencia de mi
padrastro. Aunque lo cierto es que no importaba: él siempre se encontraba fuera
de casa por las tardes y estas prolongadas ausencias me otorgaban la certeza de
que no seríamos descubiertos.
Le
mostré cada habitación y cada parte del lugar en donde yo vivía. Naomí me dijo
que todo era muy bonito y acogedor y que envidiaba el abrigo y la comodidad de
una cama y el fuego y el calor de una chimenea: ella no contaba con ninguna de
estas cosas, ya que su familia la obligaba a pasar las noches en el granero y
los establos durmiendo en el suelo y usando la paja de cobijo.
Me
decante por mostrarle a mi amiga gran parte de la colección de libros
infantiles que almacenaba en la estantería de mi cuarto, ella siempre mantuvo
una considerable fascinación por la lectura y la escritura, esta era una
ocasión idónea para recitarle algunas frases y que Naomí pudiera aprenderlas al
tener rotundamente prohibido sacar el material fuera de casa por ser una de las
pocas pertenencias que dejo mi difunta madre.
Todo
era risas y calma entre nosotros dos mientras nos refugiábamos del frío
invierno dentro de la cabaña, y entonces algo terrible ocurrió. Cuando llegó a
mis oídos el crujir de la madera de la puerta principal, sobre mi mente cayeron
un sinfín de imágenes de escenarios desastrosos y consecuencias lamentables. El
tiempo parecía ir más lento, y mi respiración empezaba a volverse superficial,
desesperada. Mi padre había vuelto a casa antes de lo esperado y lo hacía en el
peor de los momentos posibles, pues Naomí se encontraba a mi lado. Él había
sido muy claro y severo al advertirme que nunca más me quería ver cerca de las
personas que vivían en la mansión..., y mi amiga también entraba en esta lista
prohibida.
La
vida siempre guarda unas pocas experiencias cúspides y trascendentes para
todos, ya sean negativas o positivas. Una de ellas fue mí ansiado reencuentro
con Naomí, mientras que otra de éstas fue ese momento en el que estaban a punto
de descubrirnos. No había excusas que dar ni sitio dónde ocultarse, no había
vuelta atrás, era algo irreversible…
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