Los
días se convirtieron en semanas y las semanas se agruparon en meses; el verano
se marchó y cedió su lugar al otoño. Durante esta época del año mi amiga y yo
pudimos seguir juntos: jugábamos, observábamos el cambio de la naturaleza producido
por los nuevos vientos estacionales e incluso algunas veces compartíamos gestos
de afecto y caricias; siempre me vi ajeno al calor y al aprecio de otra
persona, pues por mucho tiempo estuve hundido en una soledad que creía
perpetua, pero cuando Naomí llegó a mi vida poco a poco abandoné todas las
ideas pesimistas que se habían engendrado en mi mente a lo largo de los años.
Nuestra relación comenzaba a hacerse cada vez más sólida, más profunda.
Septiembre
dio paso a octubre y a los veintidós días de aquel mes, la fecha de mi
aniversario se hizo presente. Yo nunca había celebrado ninguno de mis
cumpleaños; tal vez porque nunca hubo gente a mi alrededor con la cual
festejar. Aquella sería la primera ocasión.
El día
transcurrió de forma común y cotidiana, mas al encontrarme con Naomí me di
cuenta de que ella tenía preparado algo especial para mí: no sé cómo logró
recordarlo, ya que sólo un par de veces, desde hacía ya un tiempo considerable,
se lo mencioné. Tampoco sabía de qué forma reaccionar, me sentía asombrado y
confundido por igual. Finalmente, no hice más que aceptar el gran y efusivo
abrazo de Naomí, sonriendo con sinceridad al escuchar sus felicitaciones por
cumplir doce años de edad. Recuerdo que me obsequió con su hermosa voz cuando
me cantó una melodía que hoy yace difusa y dispersa en los confines de mis
memorias.
Al
hacerse tarde y ponerse el Sol nuestra pequeña celebración llegó a su fin.
Antes de decirnos adiós Naomí tomó mi brazo y me dio un regalo: algo muy
valioso para ella y que a partir de ese día también lo sería para mí. Mi amiga
solía usar un brazalete de color azul ornamentado con piedras preciosas, oculto
siempre bajo las mangas de su vestido; me lo entregó y me dijo que ahora me
pertenecía, era un presente que me daba por lo mucho que me quería y por ser
una persona especial y muy importante en su vida. También me confesó que esta
era una posesión muy atesorada, ya que fue lo único que su madre le dejó cuando
se marchó. Sonrojado por lo cumplidos, yo le agradecí enormemente y besé una de
sus suaves mejillas, coloqué el brazalete en mi muñeca y me despedí. Al
principio dudé en aceptar el obsequio de Naomí, pues me causaba un poco de
lástima y remordimiento saber que por mi causa se estaba desprendiendo de un
recuerdo, sin embargo, decidí recibirlo porque sabía que mi amiga me había dado
aquel objeto con toda la voluntad de su ser.
Al día
siguiente, como ya era costumbre, me dirigí a la pradera para encontrarme con
Naomí, aún me sentía feliz por la grata sorpresa de ayer.
Una
vez juntos partimos hacia el pozo, nuevamente le ayudé con su trabajo y en poco
tiempo llegamos a su hogar con toda el agua que sus padrastros le habían
ordenado llevar. Ella entró a la mansión y me dijo que esperara a su regreso;
desde aquella vez en la que vi a mi amiga siendo golpeada por su madrastra yo
ya no podía estar en paz si no me escabullía para ver lo que ocurría detrás de
aquellas altas paredes. Normalmente no sucedía nada verdaderamente
preocupante... pero todo sería diferente en esta ocasión, ya que era casi como
una retorcida ley que, en este mundo, las pequeñas cosas buenas fueran
rápidamente eclipsadas por aplastantes y enormes cosas malas. Cuando perdí de
vista a Naomí decidí agazaparme e ir a echar un vistazo: logré apreciar que su
hermanastro, Hans, salía de la mansión con prisas. Al encontrarse con mi amiga,
él la empujó fuertemente con la única intención de apartarla de su camino y
lastimarla. Ella no resistió y su cuerpo cayó y se impactó contra el suelo; el
cubo de madera se partió en pedazos y derramó todo su contenido.
Otra
chica que se encontraba presente en la escena terminó toda empapada a causa del
desastre: se trataba de Vanesa, una de las hijas legítimas de la familia y una
de las hermanastras de mi amiga. Naomí se puso de pie, intentó remediar todo el
desorden y pidió disculpas; Vanesa rechazó tajantemente sus palabras y comenzó
a llorar de una manera tan falsa como malintencionada. Finalmente, la situación
se tornó macabra cuando, instantes después, la madre de Hans y de aquella niña
intervino: la mujer dio una fuerte bofetada al rostro de mi amiga para
derribarla de nueva cuenta, empezó a insultarla llamándola inútil y para
continuar con el castigo físico la golpeó usando una escoba.
Ahora
que la tortura se repetía frente a mi perpleja mirada una vez más, ya no podía
tan sólo observarla paralizado y temblando de miedo: tenía que actuar, pues
estaba harto de los constantes maltratos que Naomí padecía. Reuní el poco valor
que poseía y luchando contra el nudo que se formó en mi garganta pedí atemorizado
que la dejaran en paz. Le expliqué a la madrastra de mi amiga todo lo que había
sucedido y le dije que el culpable de todo esto era su hijo. La mujer escuchó
mi reclamo y sin dar demasiada importancia a mi versión de los hechos preguntó
por qué estaba dentro de su hogar y quién era yo. Hans y Vanesa se adelantaron
a mis intenciones dando respuesta a los cuestionamientos de su madre: le
confesaron todo lo que sabían acerca de mí y aprovecharon la oportunidad para
ofenderme tanto como les fue posible. Cuando ella logró reconocerme tomó con
fuerza el brazo de mi amiga y comenzó a sacudirla con violencia. Me dijo que
Naomí no era más que una interesada y que a partir de ahora, por mi causa, se
encargaría de que jamás volviera a poner un pie fuera de la mansión.
Las
palabras de esa mujer hicieron crecer aún más mi coraje y tratando de ignorar
el temor inicial decidí ignorar
todos los signos de mi cuerpo que me imploraban la huida, alce mi voz a la
madrastra de mi amiga y le dije que era una gran mentirosa. Ella me respondió
con la misma intensidad alegando que todo lo que había dicho era verdad, pues
era imposible que una persona como Naomí se acercara a alguien tan vulgar como
yo sólo por mera amistad. Obviamente solo estuvo jugando conmigo...
Con la
sangre de mis venas ardiendo y sintiendo mayores deseos de proteger a mi amiga;
encamine mis pasos hacia su ubicación con la idea de confrontarlos... pero tras
acercarme y ver como Naomí sollozaba desconsoladamente por mi gesto una fuerte
descarga de malestar, confusión y pesadumbre frenaron en seco mi ímpetu; y tan
pronto restaure la compostura maldije mi acción pensando en las devastadoras
consecuencias que provocaría esta impulsiva y fugaz intromisión.
Caminé
a casa, completamente abatido, decepcionado y sintiéndome absurdo: por mi culpa
todo se había vuelto mucho más oscuro y difícil para Naomí; probablemente las
golpizas serían mucho más brutales a partir de aquel momento y la poca libertad
que ella poseía se había esfumado, ahora ya no vería el mundo más allá de los
muros de esa mansión. Experimentaba un gran arrepentimiento por todos los
problemas que causé.
Di un
rodeo en mi camino a casa para cavilar acerca de lo que había pasado, y al
llegar a la cabaña mi padre me recibió con una fuerte bofetada, que retumbó por
mucho tiempo dentro de mi cabeza, me dijo que estaba enterado de todo lo
sucedido y de mi amistad con aquella chica; me encerró en mi habitación sin derecho
a comida y me advirtió que si volvía a acercarme a cualquiera de esas personas,
incluyendo a Naomí, me echaría de la casa y me abandonaría a mi propia suerte.
Esa noche no concilié sueño alguno, mis ojos derramaron lágrimas incesantemente y no hubo momento para el descanso. Lloré demasiado y mi llanto se combinaba con una furia implacable conmigo mismo y con el corrupto mundo que me rodeaba, era una ira tan abrasiva que incineraba todo lo bueno que albergaba en mi interior. La alegría del día de ayer se sentía lejana, increíblemente lejana. Nuestros recuerdos ahora se veían difusos, distantes, y nuestros lazos no eran tan fuertes como alguna vez lo creí. Nos habían separado... quizá para siempre. Nunca experimenté tantas emociones destructivas juntas como en aquella ocasión, y éstas creaban un cúmulo de absoluta negrura en el cual yo me hundía cada vez más. Ahora, sólo podía hallar un ínfimo atisbo de consuelo en el brazalete que Naomí me había regalado: era lo único que me unía a ella; lo tomaba con mis dos manos y me aferraba a él con mucha fuerza, casi como si mi vida dependiera de ello...
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